Sales de casa con un café en la mano, sin haber desayunado nada.
A media mañana, tomas lo que haya en la máquina de la oficina.
La comida suele ser rápida, poco equilibrada y siempre con prisa.
Por la tarde, te falta energía y tiras de un snack o algo dulce para aguantar.
Y llegas a la cena con un hambre voraz, sin ganas ni tiempo de pensar qué preparar.
No es que no quieras comer bien. Es que tu día a día no te lo pone fácil. El trabajo, los desplazamientos, las obligaciones… todo va tan rápido que la alimentación acaba siendo una decisión impulsiva, no consciente.